Hoy la comunicación fluye y se
diversifica y deberemos encontrar entre todos las formas más eficaces y menos
invasivas para poder constituir realmente una comunidad escolar.
Las familias estándar de estas
primeras décadas del siglo XXI otorgan a los hijos –normalmente pocos– una
significación especial y atribuyen a los padres casi toda la responsabilidad de
la socialización y del éxito escolar e incluso del futuro profesional y social
de su descendencia. Asimismo, las relaciones intrafamiliares se han
democratizado en gran manera, de forma que niños y jóvenes son, por encima de
todo, sujetos de derechos, y suelen participar, en grados diversos, en las
negociaciones y decisiones familiares. Por otra parte, el nivel instructivo de
los padres jóvenes ha experimentado en España un incremento considerable, de
manera que la distancia cultural entre los docentes (vistos en el pasado como
depositarios de la cultura y muy poco expuestos a la colaboración y a la
crítica) y los padres o tutores del alumnado se ha reducido significativamente.
Si añadimos a ello que las redes sociales e Internet han favorecido formas de
comunicación instantáneas, rápidas y horizontales, todo incide en un cambio
que, en principio, propicia la relación, la implicación y la comunicación
familia-escuela.
Hoy casi nadie pone en duda que las
familias forman parte estructural de la escuela junto a los docentes y a los
alumnos. Unos y otros comparten el objetivo de acompañar y servir al desarrollo
integral de niños y jóvenes para que lleguen a ser personas adultas,
competentes, autónomas y, a poder ser, felices. Aunque solo fuera por ese
motivo, los niveles de confianza y de complicidad deberían ser altísimos entre
ellos y seguro que, si así fuera, redundaría tanto en la eficacia de la
intervención educativa –en casa y en la escuela– como en la evitación de
malentendidos y disfunciones.
Esta relación da por supuesto que las
familias no son unos ignorantes en materia educativa, ni necesitan ser
tutorizadas por el profesorado. En principio, todos disponen de conocimientos,
competencias e, incluso, de experiencias –propias o vicarias– para educar
adecuadamente a sus hijos. Por tanto, lo que hagan padres y madres en sus casas
con sus hijos en relación a su crecimiento y aprendizaje a la fuerza debería
tener un impacto en su rendimiento escolar, como así lo corroboran la mayor
parte de los estudios al respecto.
En este sentido, parece comprobado
que la implicación de las familias en la socialización y la educación de sus
hijos en el ámbito familiar es la que tiene unos efectos más relevantes, sobre
todo la proyección permanente y sistemática de expectativas positivas en
relación a sus capacidades, a la superación de las dificultades y a los propios
resultados escolares. A este mismo nivel se situarían las actitudes de los
padres en relación a las bondades de la escuela como institución y de los
docentes en particular como profesionales que les quieren bien y que están
permanentemente dispuestos a ayudarles. También son significativos los
comportamientos más indirectos y sutiles de las familias como, por ejemplo, la
preocupación por la creación de ambientes adecuados, el establecimiento de
rutinas de juego, de descanso, de ocio, de trabajo o los diálogos compartidos
no solo sobre la escuela, sino también sobre la actualidad o sobre la vida de
los propios padres. Por descontado que el testimonio de los padres leyendo,
dialogando con cierto rigor y exigencia, asistiendo a eventos culturales con
sus hijos, viajando… son también factores que cuentan.
En cambio, parece ser que la relación
directa de la familia con los deberes escolares, que puede adquirir múltiples
fórmulas, tiene una influencia clara en su realización, pero mucho más difusa
en los resultados escolares.
Igualmente, la implicación de padres
y madres en actividades dentro del aula –solicitadas a menudo por los propios
docentes– o la participación en las actividades de las asociaciones de madres y
padres, o el formar parte del consejo escolar u otras formas de colaboración,
tienen efectos más bien discretos en el rendimiento escolar de los hijos,
aunque ello, sin duda, puede redundar tanto en el buen funcionamiento de la
escuela como institución como en las relaciones familia-escuela en general.
En cualquier caso, queda mucho camino
por recorrer en la comunicación entre familias y docentes. En primer lugar,
porque dependen en gran manera de la voluntad, del sentido y de la amplitud que
los docentes quieran dar a las formas convencionales de comunicación: las
reuniones de grupo, tan habituales a comienzo de curso –y, a veces, tan
rutinarias–, pero prácticamente inexistentes después; las entrevistas formales,
que deberían poner de manifiesto que tanto familias como docentes tenemos un
conocimiento profundo y distinto del alumno de que se trate y que todos podemos
enriquecernos con las aportaciones de la otra parte para el bien estar y el
bien hacer del niño o joven de que se trate. Y, en segundo lugar, porque –como
decíamos al principio– hoy la comunicación fluye y se diversifica y deberemos
encontrar entre todos las formas más eficaces y menos invasivas para poder
constituir realmente una comunidad escolar.
Autor
Xavier Besalú es
profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona
Fuente
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