Creo firmemente que poniendo el foco en mejorar la
educación se podrían resolver muchos problemas de nuestra sociedad. La conocida
frase atribuida a Nelson Mandela que dice “La educación es el arma más poderosa
para cambiar el mundo” habla por sí sola. Muchos, aunque tal vez no seamos
todos los que deberíamos ser, la hemos incorporado a nuestro credo. Sin duda,
el lugar por antonomasia en el que se produce el aprendizaje es la escuela.
Pero ¿somos realmente conscientes de todo lo que se aprende en ellas, más allá
del propio currículo oficial? Y ¿somos conscientes de que la educación no ocurre
solo en las aulas? Nuestros hijos aprenden mucho más de lo que se
incluye en una clase, un libro de texto o una unidad didáctica.
Y digo currículo oficial, porque es inevitable e
indiscutible la existencia de un currículo oculto. El currículo oculto se
podría definir como todo aquello que se enseña de manera implícita, con
intencionalidad o sin ella, pero que transmite actitudes o comportamientos
aceptados socialmente. Tal vez la existencia de este y cómo dotarlo ya no de
contenido, como ocurre con el currículo oficial, sino de valores positivos,
cargados de poder transformador y sentido democrático, debería ser foco de
interés de las propias instituciones educativas.
Las dos preguntas que formulaba al inicio me llevan
a introducir lo que en Psicología se conoce como modelado. Como seres sociales
que somos, el aprendizaje social tiene una importante carga en nuestra
educación. El psicólogo Albert Bandura lo llamó aprendizaje vicario. En
definitiva, lo que significa todo esto es que aprendemos en gran medida por
observación e imitación. Aprendemos aun cuando no hay intención de que esto ocurra,
simplemente estando inmersos en contextos sociales. De ahí la importancia del
currículo oculto.
Podríamos decir que el modelado es lo que se aprende a
partir de la conducta y el modelaje lo que se aprende a partir del
contenido. Por ejemplo, si yo pido a mis estudiantes que no griten mientras yo
misma levanto la voz hasta elevarla a un grito, el modelado y el modelaje son
totalmente contradictorios. ¿Qué aprenderán mis estudiantes al observarme?
¿Será efectivo el mensaje y bajarán finalmente la voz? Tal vez funcione, pero
si lo hace podría ser por otra razón.
El autoritarismo, implícito en comportamientos como
el descrito, tiene buenos resultados en el corto plazo y puede generar el
efecto deseado, es decir, obediencia. Lo cual se encuentra muy lejos del ideal
de escuela democrática al que debemos aspirar. Las escuelas democráticas, a las
que Rafael Feito dedica todo un capítulo en su último libro “¿Qué hace una escuela
como tú en siglo como este?”, implican, como este autor indica, al menos dos
hechos: la organización de la educación obligatoria debe garantizar el éxito
escolar de todo el alumnado, y la vida escolar tiene que poner en el centro a
la persona que aprende y no a la que enseña.
La educación está llena de contradicciones. La
evaluación es de por sí una de las mayores contradicciones que existen en la
educación tradicional, puesto que no sirve para garantizar ese éxito escolar
del que deberían disfrutar todos, sino que más bien sirve para hacer un
cribado. A todos nos han evaluado en la escuela, pero a pesar de ello no
consigue mejorar nuestra capacidad de autocrítica, lo cual es, es, en mi
opinión, una gran carencia de nuestra sociedad. Los docentes evalúan a los
alumnos, pero no es habitual que se les evalúe a ellos. Y tampoco se enseña a
los alumnos a autoevaluarse, o a evaluar entre iguales. Así las cosas, en
muchas ocasiones, la evaluación se percibe como injusta.
En algunas escuelas se introduce entre los
criterios de evaluación un porcentaje que proviene de la propia autoevaluación
del alumno, o de la evaluación de sus compañeros de grupo, cuando el
aprendizaje es cooperativo. Creo que esto es un ejemplo de lo que se puede
enseñar desde la parte oculta del currículo y que subyace a la evaluación:
ejercitar esa autocrítica a la que me refería antes, incentivar el deseo de
mejorar o por el contrario desarrollar la capacidad de defender el propio
trabajo cuando es injustamente valorado.
En realidad, cuando algunos exigen la existencia de
un PIN
Parental para controlar lo que sus hijos aprenden en las escuelas, o en lo
que se les instruye, no están teniendo en cuenta que solo podrán ejercer ese
control sobre la parte oficial del currículo, pero no sobre todo lo que queda
oculto, sobre todo aquello que sus hijos aprenderán por observación o modelado.
Tampoco podrán ejercer ninguna labor inspectora en lo que sus hijos aprenden
fuera de las aulas. Es ridículo pensar que, si eximes a tus hijos de recibir
contenidos sobre igualdad de género, por ejemplo, los mantendrás alejados de
ese asunto.
Si en un centro la igualdad forma parte de su
proyecto educativo y de sus prácticas, estando presente en la forma en la que juegan y
participan los alumnos y alumnas, en cómo interactúan entre ellos y con los
profesores y profesoras, formando parte de las relaciones entre todos los
miembros de la comunidad educativa, los estudiantes de ese centro estarán más
cerca de interiorizar realmente la igualdad de manera implícita. De este modo
no harán falta asignaturas, como piden otros, ni habrá PIN
Parental que niegue el derecho a una educación en igualdad a los chicos y
chicas. Unos y otros se olvidan una vez más de que los alumnos no son
recipientes que se llenan de contenidos, y que estos no garantizan que se
aprenda lo que escapa a lo meramente académico.
Mientras que los demás seguimos distraídos con
nuevas leyes, discordias sin sentido, e ideas peregrinas, los profesionales de
la educación tienen la oportunidad de actuar desde ese currículo oculto que
escapa a los tentáculos intencionados de los que quieren una escuela a su
antojo. Y esta es seguramente la mayor responsabilidad de los docentes:
conseguir escuelas democráticas en las que el currículo implícito compense las muchas
imperfecciones del explícito.
Por Eva Bailén
Fuente:
https://elpais.com/elpais/2020/06/18/mamas_papas/1592466537_060503.html
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