- Odian leer -así lo dicen algunos de ellos-,
pero hay tres condiciones que, bien combinadas, pueden abrir espacios para
la lectura: la prescripción escolar, el aburrimiento y el acierto en la
elección. Estamos ante una oportunidad única para impulsar el hábito
lector pero, para ello, necesitamos el concurso de las bibliotecas
públicas.
¿Por qué, en tiempos de pandemia
y coronavirus, se habla tan poco de libros? Vengo dándole vueltas a esta
pregunta desde que iniciamos la cuarentena. ¿Por qué, si el principal problema
educativo que hemos detectado es la exclusión escolar, las bibliotecas no se
consideran un servicio de primera necesidad, como las tiendas de alimentación o
las farmacias?
En tiempos de brecha digital -de
brecha social y escolar-, los libros son el amortiguador más sencillo y más
inmediato contra la inequidad educativa. Hubiera bastado que los profes nos
hubiéramos puesto de acuerdo en recomendar un puñado de buenos libros -libros
informativos y libros de ficción, libros cuya lectura acompañaríamos y libros
de los que no habría que rendir cuentas- para que el tránsito entre la
educación en la escuela y la formación en casa no hubiera sido ni tan brusco ni
tan injusto. Tendremos que darle una vuelta a nuestra lentitud de reflejos, a
por qué los libros han desaparecido, incluso, de nuestro imaginario docente.
Del hegemónico, al menos.
Ni siquiera la brecha digital
hubiera sido tan abrupta con buenas bibliotecas escolares. Estas, allá donde
funcionan, se ocupan también de la alfabetización mediática de estudiantes y
docentes y tienen, cuando menos, detectados los problemas: quiénes disponen de
dispositivos móviles y quiénes no, quiénes disponen de conexión en casa y
quiénes no; qué aplicaciones y plataformas son fiables y cuáles no. Eso, tan solo,
como punto de partida. Porque las bibliotecas escolares hace tiempo que dejaron
de ser tan solo un espacio físico donde se alojan los libros, y son el
verdadero agente dinamizador -que impulsa y coordina- todas aquellas prácticas
vinculadas a la alfabetización del siglo XXI: desde cómo distinguir noticias
fiables de fake news a cómo seleccionar, elaborar y comunicar
información, entre otras muchas cosas. Claro que estos contenidos conciernen al
profesorado de todas las áreas, pero mientras las rutinas docentes y las
evaluaciones externas miren hacia otro lado pocos parecen darse por aludidos.
Necesitamos responsables en
nuestras bibliotecas escolares -con formación y recursos, lo hemos dicho ya
muchas veces- que vertebren iniciativas, especialmente aquellas medulares y
que, sin embargo, el currículo disciplinar orilla o desdeña.
Pero hoy quisiera centrarme en la
lectura de libros: de papel o electrónicos, pero en los libros. Y en por qué
creo que, cuando se atenúen las condiciones de nuestro confinamiento, las
bibliotecas públicas podrían y aun deberían ocupar un papel central en el tramo
final del curso. Hablaré de secundaria, que es lo que conozco de primera mano,
pero la tesis de fondo de estas líneas es aún más pertinente si cabe para los
tramos de infantil y primaria.
Todos los años, al empezar las
clases, dedico una o varias sesiones a hablar con mis alumnas y alumnos acerca
de sus hábitos lectores y sus libros favoritos. Y todos los años me encuentro
con tres perfiles diferenciados, aunque enormemente porosos entre sí.
En primer lugar, los refractarios
a la lectura: «No leo nada. Nunca he leído nada que me guste». «Una vez leí un
libro. Y no me gustó». «Yo no leo nada. Y si me mandan leer algo en el
instituto o me veo la peli o me leo un resumen». «Antes leía. Ya no». «Me tiene
que llamar mucho la atención el libro; si no, no me lo leo. He intentado leer
algún libro, pero no». «Profe, yo solo leo el Marca«.
Pero incluso estos nos dejan un
resquicio abierto: «No me gusta nada leer, pero una vez me leí un libro por mi
cuenta y me gustó. Se llamaba El niño del pijama de rayas«. «No leo
mucho, pero me gustan las curiosidades que leo en Instagram. Lo de ¿Sabías
que…? Eso sí me lo leo». «No leo nada. Y ya. Pero me gustaría tener disciplina.
Dormirme leyendo un libro». «A veces sí que leo, depende de lo que me aburra».
«Leo cuando tengo tiempo». «No es que no me guste leer, me gusta algún tipo de
libros, como Juego de Tronos». «Leer no es que me emocione, pero
los libros que me mandan en el instituto sí que me los leo». «Con los libros
del instituto al principio no me gustan, pero luego me voy enganchando». «Me
gusta mucho leer, pero no libros. Revistas, moda, cosas de actualidad».
Odian leer -así lo dicen algunos
de ellos-, pero hay tres condiciones que, bien combinadas, pueden abrir
espacios para la lectura: la prescripción escolar, el aburrimiento, y el
acierto en la elección.
Luego están los lectores
ocasionales, aquellos que leen a rachas. «No me gusta mucho leer. Mi libro
favorito es El señor de los anillos«. «No es que no me guste leer,
pero no suelo hacerlo». «Me gusta leer, pero no leo mucho». Añoran los tiempos
en que sí eran ávidos lectores. «Cada vez leo menos». «Antes leía un montón».
Son quienes sí leen lo prescrito en el instituto, pero poco más. Este grupo
aumenta según nos adentramos en la adolescencia. Porque es entre los más
pequeños del instituto donde encontramos los lectores más fervientes.
Y ahí están los lectores
compulsivos: quienes se han leído todo Roald Dahl, Laura Gallego, Harry
Potter, Percy Jackson, John Green. Fans de un título, un autor,
un género, cuesta sacarlos de ahí. Se nos perderán en cuanto no acertemos a
establecer el tránsito entre las tramas fantásticas o adolescentes y otros
géneros que los saquen de la espiral en que andan confinados. No podemos
pretender que salten sin red de ahí al Poema del Cid, El
Lazarillo de Tormes o San Manuel Bueno Mártir. Hay
literatura juvenil para la segunda adolescencia y hay clásicos universales para
los jóvenes lectores. Solo hay que ir a buscarlos.
Pero es que, además, están los
refractarios a la narrativa de ficción (aunque a lo mejor sí se atreven con la
novela gráfica) pero sí son lectores ocasionales de poesía. Están también
quienes no quieren saber nada de literatura pero les entusiasman las
biografías; quienes, puestos a leer, prefieren hacerlo con un libro de historia
o de ciencia o hasta con un título de economía. Están -y estos son lectores en
auge- quienes buscan en los estantes lo que haya de feminismo o ecología, y lo
devoran con fruición y no hacen sino recomendarlo.
Todos ellos, lectores y no
lectores, lectores de literatura y de libros informativos, necesitan de la
escuela para impulsar sus hábitos y ampliar sus itinerarios de lectura. Muchos
-si no todos- dependen de las prescripciones de la escuela, tan denostadas -y
es verdad que tantas veces hechas con muy poco acierto-. Contamos ahora con un
momento excepcional para aprovecharlo. La lectura sostenida y continuada, la
lectura por placer, es también factor determinante en la mejora de la
competencia lectora, esa que luego tanto echamos en falta.
Pero para que ello sea posible, y
para no abrir más brechas en la equidad entre quienes pueden acceder al
préstamo electrónico de libros -porque tienen dispositivo, conexión, y carnet
de la biblioteca municipal- y quienes no pueden hacerlo, necesitamos que las
bibliotecas públicas vuelvan a abrirse cuando el cese el estado de alarma,
puesto que los centros escolares seguirán probablemente cerrados mucho más
tiempo. Abrirlas siquiera exclusivamente al préstamo; con ventanilla y
distancia social, con guantes y mascarillas, pero abrirlas.
Y necesitamos -profes, esto va
por nosotros- volver a poner los libros en el centro de nuestro imaginario
pedagógico y pensar -¡colectivamente!- qué puñado de libros podrían conformar
ese plan lector de urgencia para una cuarentena.
Por
Guadalupe Jover es profesora de
Educación Secundaria
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